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Un amor para morir o matar

La Saga de libros de Crepúsculo, escrita por Stephanie Meyer y publicada desde 2005 hasta 2009, se convirtió en una de las sagas más compradas y leídas en el mundo. Así, pasó a ser inmortalizada en la pantalla grande a partir de 2008, con Crepúsculo y hasta 2012, con la parte 2 de Amanecer.

La trama de los libros, y, por tanto, de las películas, gira en torno a un romance adolescente entre Bella Swan, una chica humana que se acaba de mudar al pueblo donde vive su padre, y Edward Cullen, un vampiro que ha vivido por cientos de años y que se está haciendo pasar por un chico de preparatoria; Bella, tras descubrir este nuevo mundo y el secreto de la familia Cullen se verá perdidamente cautivada y, poco después, enamorada del joven vampiro con quien tendrá que enfrentar muchos obstáculos para llegar a ser feliz.


Esta saga atrapó principalmente al público juvenil porque existe una combinación entre la realidad y la ficción, sin embargo, el romance adolescente cautiva a cualquiera y más cuando se plantea a un varonil, fuerte e inmortal vampiro que se enamora de una simple humana. Pero, ¿qué hay detrás de esta “preciosa” relación?

Tan solo en la primera película ya podemos encontrar señales de alarma sobre lo tormentoso que será el amor entre Bella y Edward: nuestra adolescente queda enamorada casi de inmediato y tras descubrir el secreto, pareciera que su fascinación no podría ir más allá.


A pesar de las advertencias de sus amigos, y del propio Edward, ella ya no podrá separarse de él, incluso le miente a su padre y huye del estado con la familia vampírica, claro, todo justificado por un peligro eminente que acecha a Bella, pero, ¿existía la necesidad de salir de su casa destrozando el corazón de su padre y haciéndole más caso a su amor?


Edward, por otro lado, pareciera ser el más sensato de los dos; sabe que Bella siempre estaría en peligro a su lado y aunque ambos sufran por una separación, él logra concretarla en Luna Nueva: tras una dolorosa despedida en donde le deja claro que no la ama y no es suficiente para él, la deja en medio del bosque, perdida entre su inmensidad, mientras él, junto con su familia, se van del país. Bella, tras ser rescatada, pasa por una de las peores decepciones amorosas que se ha visto en la pantalla grande. A pesar de que llevaban muy poco de conocerse, la depresión de Bella es clara, no come ni duerme debido a que no cree poder seguir adelante sin Edward; este periodo dura incluso más tiempo del que ellos llevaban saliendo.


Bella descubre que la única forma de volver a estar con Edward, al menos en una alucinación, es poniendo su vida en riesgo haciendo que la adrenalina corra por sus venas, y así es como la vemos: subirse a motos con señores extraños, correr con moto en compañía de su mejor amigo Jacob, enfrentarse a un vampiro y hasta saltar de acantilados a mar abierto sin protección o alguien que la cuide.

También tenemos los celos, los benditos celos que Edward a lo largo de, por lo menos 4 películas, siente hacia Jacob; si bien es cierto que una parte de su rivalidad nace de una disputa de años entre sus familias y sus especies (licántropos y vampiros), no es justificación para que Edward le prohíba a Bella ver a su mejor amigo, o que cada vez que se vean la situación termine en golpes.


Entonces, ¿una relación debería hacer que pongas en peligro tu vida? ¿Por una pareja debes dejar de ser tú y comenzar a preocuparte por ciertas cosas, como Bella con su edad? ¿Es realmente necesario que Bella se obsesione con morir (o estar a punto) para que Edward acceda a convertirla en vampiro? La respuesta, en definitiva, debería ser no. No hay razón para que se idolatre un amor adolescente tóxico en donde, de forma cliché, se romanticen conductas que en la vida real pueden y han sido repetidas desde que se popularizó la saga, en donde literalmente una persona moriría por el amor de un chico guapo y misterioso como Edward, o en donde alguien se pelearía o incluso mataría a otra persona para conservar el “amor” de su pareja.


 
 
 

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